Cuando la inocente Mary Ann Singleton llegó a San Francisco, en los años setenta, y cayó para siempre bajo el hechizo de la ciudad más libre del mundo, tenía veinticinco años. Pero ya estamos en los ochenta y la chica ha recorrido un largo camino. Continúa viviendo en uno de los paradisíacos apartamentos de la inefable, encantadora señora Madrigal, pero ahora puede pagarse muebles de diseño y ha llegado a ser una estrella menor de televisión.