El padre de Tom Lynch, que se llamaba como él, murió en el incendio del zepelín Hindenburg, dejándolo a solas con una madre indiferente a la que el niño aprendería a odiar. Pero a los once años, tal como había dispuesto el primer Tom Lynch en su testamento, es enviado como pupilo al mismo estricto colegio católico de Yorkshire donde se educó su progenitor. Allí, rodeado de profesores cuya única relación con la carne y el deseo son los pescozones que propinan a sus discípulos, crecerá disfrutando de la protección del señor Grimshaw, el director, un excéntrico que lo introducirá en los misterios de la religión, de la cultura y de la muy secreta Sociedad Delaquay, dedicada a venerar y proteger la obra de un decadente dibujante del siglo xix. Delaquay sostenía, ¿anticipándose a Walter Benjamin?, que toda obra de arte debía ser única, secreta, jamás reproducida ni vendida, y se dedicaba a ilustrar los libros que amaba, hechos a mano y en una edición de un solo ejemplar. Así, cuando Tom llega a la mayoría de edad, hereda un precioso y único Paraíso perdido de Milton, y también el puesto de bibliotecario de la sociedad secreta. Después de un largo viaje iniciático por el lado salvaje de la vida, que reproduce (o quizá parodia) la historia del propio Delaquay que siguiendo fielmente a los autores que había amado e ilustrado, partió de Milton y el catolicismo para despeñarse finalmente en los infiernos de Baudelaire, Tom descubrirá que la Sociedad Delaquay, como el arte, o como la vida misma, se sostiene en un oscuro entramado de misterios que van más allá de lo que él jamás osó imaginar. Y que entre ellos está el de su propio origen.