Nadie quería que llegara a convertirse en realidad, pero todos estaban esperando que ocurriera. Pocas épocas en la historia han gozado de tanto desprestigio como ésta. La pérdida del valor del esfuerzo, el deterioro de la educación, la corrupción de los políticos, los deportistas y los banqueros, la trivialización de la moral, el aumento de la injusticia y la desigualdad, el menosprecio de los maestros y la insatisfacción laboral, la congelación salarial y la superexplotación de los más débiles, la destrucción del planeta, el camelo del arte, el regular apaleamiento de las focas. Una tras otra, la enumeración de las características de la máxima actualidad fueron correspondiéndose con un periodo de máxima decadencia. Las cosas no sólo no han seguido siendo lo buenas que melancólicamente eran sino que, en general, no se ha sabido adónde iban a parar y, sobre todo, adónde iban a llevarnos. Ahora, por fin, ha sobrevenido un fenómeno colosal que ha frenado esta deriva: la Crisis. La llamada en un principio crisis financiera, pero que en rigor significa el derrumbe de un tiempo entero, el ocaso de una cultura y acaso de un sistema que ha alcanzado el cenit de su depravación. La crisis, en suma, no significaría otra cosa que el sonoro final de una era y el comienzo, previsiblemente, de otra etapa, quizás mejor, en la historia de la Humanidad. Si en algún instante se hubiera soñado en una coyuntura ideal mediante la cual la Historia pasara de ser fatalidad a convertirse en un proceso gobernado por los seres humanos, ninguna encrucijada se habría presentado tan propicia como ésta. La globalización, la televisión, el constante universo de internet nos han mostrado con sobrada evidencia los males y poderes malditos que perjudican este mundo en el que todos somos público y vecinos a la vez que militantes. Pero, simultáneamente, incluso el denostado consumismo nos ha preparado para la crítica del objeto, la crítica de las imágenes y la estrategia de las apariencias. ¿Superficies? ¿Transparencias? ¿Eufemismos? La demanda de transparencia en los consejos de administración, en las administraciones públicas o en la publicación de maniobras nos ha aleccionado, en fin, sobre el sistema general de las confusiones en el capitalismo de ficción. ¿Cómo no anhelar, por tanto, que la manipulación, y sus bonos basura, salte en pedazos? ¿Cómo no celebrar la quiebra del sistema? ¿Cómo no atribuir, en fin, a la crisis una función depuradora? Frente al relativismo moral regresaría, pues, la disciplina de la Biblia, frente al dispendio llegaría el encanto de la austeridad. Un sinfín de víctimas, como los bueyes en el sacrificio primitivo, pagan hoy con su desempleo o su ruina la orgía de los pasados años. Vuelve así, supuestamente, la metáfora de un Dios justiciero cuyo eje coincide con la apoteosis de la depresión, el éxito moral de la crisis. ¿Verdad? ¿Mentira? ¿Un cuento capitalista más? ¿El auténtico funeral de una era? Todo este libro se dedica a examinar y responder estas cuestiones.